Soy de los que están muy hartos de escuchar por ahí ese
leit-motiv tan de incrédulos: “Google+ es un erial”. Y lo cierto es que sí que
es cierto que en muchas ocasiones lo parece (no en el Google+ que yo visito a
diario, pero parece que en el de algunos sí, ¿qué le vamos a hacer?).
No soy un “Google Lover” (porque igual que defiendo lo que
hacen bien me enerva cuando tratan de aprovecharse de su posición dominante,
algo que hacen más a menudo de lo que su slogan podría hacer pensar), pero sé
apreciar las cosas buenas que aportan los chicos de Mountain View. Y si hay
algo que están haciendo bien es su incursión en el entramado del Social Media,
máxime con la fusión de todos los servicios asociados a las cuentas .
Para muestra un botón. Mi botón. Soy el orgulloso padre de
una niña de 10 años que, actualmente, cursa quinto de primaria. Su profesor
(que tampoco es que sea un chavalín) decidió centralizar en el entorno digital
diversas de las tareas: instó a los alumnos a crearse una cuenta de correo
electrónico, a través de la cual recibirían semanalmente sus deberes y la
agenda de actividades, que también podía consultarse (vía Google Calendar, todo hay que decirlo) en la web específica y colaborativa de su clase. Personalmente me pareció una excelente idea. Lo que
ocurrió al abrirse las cuentas (mayoritariamente GMail, algo que MSN debería
hacerse mirar tras el titánico esfuerzo en la reconversión de Hotmail a
Outlook) fue lo obvio: al unificar sus servicios Google ofreció a toda la
chiquillería la opción de abrir su perfil en Google+: ni qué decir tiene que
todos los compañeros de clase lo hicieron. Por favor: ¿y qué niño de 10 años diría que no
a abrirse una cuenta en una red social (cuando se lo ponen tan, tan fácil)?
Para los padres supone una necesidad adicional: si no estás en Google+ debes
entrar (aunque sólo sea para controlar lo que hace el niño); ¿y si poco a poco
muchos padres entran en Google+?, ¿para qué mantener su actividad en Facebook?
Una migración ordenada puede estar empezando a los ojos de todos sin apenas
darnos cuenta.
La actividad de los niños en la red social de Google es
frenética: hang outs, documentos compartidos (para los típicos trabajos de
clase; me acuerdo cuando teníamos que pedir a nuestros padres que nos llevarán a casa del único de la clase que
tenía un prehistórico IBM con un procesador 286 (o puede que anterior), su
sistema operativo DOS, su pantalla de fósforo, su disquetera de cinco y un
cuarto…, suena todo tremendamente antediluviano, y no lo es tanto), fotos,
canciones, vídeos… Yo, lo que me pregunto es: ¿alguno de ellos utilizará alguna
vez Facebook? Y me respondo: lo veo harto improbable: porque nadie de su
generación está allí esperándoles. Bueno, o tal vez sí. Pero, repito:
improbable. Y me fijo en lo que sucede con la prensa escrita: que les cuesta
adaptarse a los lectores más jóvenes. Y para mis adentros pienso: los ciclos
cada vez son más cortos. Y los costes de desarrollo siguen siendo elevados. Los
negocios digitales, igual que las lavadoras, están empezando a ser diseñados
bajo conceptos de obsolescencia programada.
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