La vida está llena de cosas buenas, están ahí, esperándonos, deseando que nos acerquemos y las tomemos, sin miramientos. El problema es que, a menudo, nos olvidamos de cogerlas. Pasamos tan deprisa que, al alargar la mano, estamos tan lejos que apenas si podemos rozarlas. Esto sucede.
No hay que se un genio para darse cuenta de que es un fastidio.
Un fastidio. Igual que una sarna. Que no puedes evitar. Que no puedes olvidar.
A veces ves a la gente que te rodea, que te importa, equivocándose. Precisamente en las mismas cosas que tú. Dejando pasar las mismas oportunidades que tú. El mismo buen momento. Rozándolo, sin tocarlo. Esas cosas buenas de la vida. Y te enerva. Ni siquiera te das por aludido cuando tú mismo te dices que cometes errores similares. Y menos cuando te lo dicen otros. O ellos mismos. Hasta que la realidad te golpea en la frente. Como un badajo martilleando su campana. Lo ves. La ves. Es entonces, sólo entonces, cuando ves la luz. Y las cosas buenas de la vida se te aparecen extrañamente cerca. Y te permiten que las disfrutes, que las saborees. Pero no puedes, porque el tañido restaña en tus oídos. Efectos colaterales de los descubrimientos. Casi siempre ocurre. Ay de aquellos que se niegan a aceptarlo. Están, sin duda, en un error. Lo bueno de las heridas es que, más bien tarde que temprano, cicatrizan. Todas. Entonces, de pronto, sigues ahí, y el zumbido ha desaparecido, pero las cosas buenas de la vida también siguen ahí. Cerca. A tu alcance. Entre tus dedos. Siempre y cuando no huyeras antes de tiempo. No te dejaras amedrentar por los golpes en tu cabeza.
El miedo. Es mal consejero. Pero es al que más escuchamos. Todos nosotros.
Otras veces ves a la gente que te rodea, que te importa, lamiendo sus heridas. Heridas que sufriste también tú. Que tampoco tú pudiste curar. La misma cuchillada certera. Lacerándoles, desangrándoles. Esas cosas malas de la vida. Y te vuelve a enervar. Y sigues sin darte por aludido cuando tú mismo te repites que sufriste heridas similares. Y menos cuando te lo repiten otros. O ellos mismos. Hasta que la realidad te golpea en la frente. Como un badajo martilleando su campana. Lo ves. La ves. Es entonces, sólo entonces, cuando ves la oscuridad. Y las cosas malas de la vida se te aparecen. Extrañamente cerca. Y te obligan a sufrirlas, a engullirlas. Y te dejas amedrentar. Y escuchas a tus miedos. Y nada más. Y te alejas. Y se te escurre la vida entre los dedos. Hasta la próxima.
¿Qué puedes hacer?
Nada en realidad.
Aguantar. Esperar.
O no. ¿Para qué?
Para ellos. Para ti. Para ser feliz. Para alcanzar una entelequia. Un sueño. Una locura pasajera. Una cosa buena de la vida. Una comunión. Un momento de paz. Una conversación. Un perdón. Un ofrecimiento. Una palabra dulce. Un gesto.
Me he equivocado. Tanto que, al volver la vista atrás, me duele. Las campanas tocaron a misa de difuntos con mis huesos mondados. Infinidad de golpes. Infinidad de heridas. Infinidad de pequeñas muertes.
Y me rendí. Cada vez.
Y cada vez he regresado. Aguantar. Esperar.
Por ellos. Por mí. Por alcanzar una entelequia. Un sueño. Una locura pasajera. Una cosa buena de la vida. Una comunión. Un momento de paz. Una conversación. Un perdón. Un ofrecimiento. Una palabra dulce. Un gesto.
Las cosas buena de la vida siguen ahí. Esperando a que las cojas con fuerza entre los puños y no las sueltes.
Esperando por ti. Igual que lo hicieron por mí. Por todos.
A veces hay que dejarse golpear. A veces hay que olvidar que te golpearon para avanzar. A veces, pocas veces, cuando la luz de la luna se refleja en tus ojos, en las lágrimas que ruedan por tus mejillas, puedes elegir. Perdona y olvidar. O volver a sufrir por tus heridas y por las heridas de los demás. O volver a quedarte en las puertas del cielo. Volver a pasar demasiado deprisa o demasiado ciego o demasiado lleno de rencor rozando las cosas buenas de la vida.
Los ojos se me llenan de dolor, salado, humedo, pero prefiero sentir el dolor, porque me hace sentir vivo. Vivo. Intenso. Siento. Siento muchas cosas.